Nos exponíamos
al sol por completo
y era nuestra experiencia
la que nos permitía regular,
desde donde calentaba el fuego
hasta donde nos ardía,
qué cantidad de aguaceros
descendían o arrasaban,
cuánto albergaba un vendaval
si movía mi mano
o me arrancaba de cuajo.
Nos conocíamos
en la experiencia de vivir
y eramos capaces de sentir
mojadas las manos durante años,
y aceptar cuando se secaban.
Pero paraguas-ungüentos
historias de vientos
que nunca habíamos sentido.
Y dejamos de discernir
dónde el vendaval,
cuándo los árboles
que protegen del sol.